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colectivamente el peligro que corren. Se dan perfecta cuenta de que para sobrevivir no
sólo deben preservar a su especie del deterioro, sino que deben protegerla asimismo de
la mayor amenaza encarnada en una variante superior.
�Y la nuestra es una variante superior que acaba precisamente de empezar. Somos
capaces de pensar conjuntamente y de entendernos como ellos jam�s so�aron estamos
comenzando a comprender la forma de reunir y aplicar el trabajo de la mente en equipo a
un problema... �y a dónde puede llevarnos eso? No estamos encerrados en jaulas
individuales desde donde podemos comunicarnos �nicamente con palabras inadecuadas.
Al contrario, como existe el entendimiento mutuo, no necesitamos leyes que traten las
formas vivientes como si fueran ladrillos indistinguibles. Jam�s cometeremos el error de
imaginar que podr�amos modelarnos en igualdad e identidad, del mismo modo que las
monedas troqueladas; no tratamos de forjarnos mec�nicamente introduci�ndonos en
sistemas geom�tricos de sociedad o pol�tica; no somos dogm�ticos en el sentido de
ense�ar a Dios la forma en que debiera haber ordenado el mundo.
�La cualidad esencial de la vida es vivir; la cualidad esencial del vivir es el cambio; el
cambio es evolución, y nosotros formamos parte de ella.
�El est�tico, el enemigo del cambio, es el enemigo de la vida y por tanto nuestro rival
implacable. Si todav�a sent�s perplejidad o dudas, considerad solamente algunas de las
obras realizadas por ese pueblo que os ha ense�ado a creer que son vuestros
camaradas. Aunque conozco poco de vuestra vida, la norma apenas en los sitios en
donde existe un pu�ado de la vieja especie que trata de preservarse. Y considerad
asimismo lo que intentaban haceros a vosotros y por qu�...
Como me hab�a ocurrido en otras ocasiones, su estilo retórico me parec�a algo
abrumador, pero en general pude seguir su l�nea de pensamiento. Yo no contaba con el
poder de aislamiento que me hubiera permitido pensar en mi mismo como otra especie...
y tampoco estoy seguro de tenerlo a�n. Seg�n mi modo de pensar, nosotros no �ramos
todav�a m�s que peque�as e infelices variantes; sin embargo, si que estaba capacitado
para mirar atr�s y considerar la causa de nuestra obligada huida...
Observ� a Petra. Se hallaba sentada y aburrida por toda aquella apolog�a,
contemplando con atento asombro el hermoso rostro de la mujer de Tierra del Mar. Una
serie de recuerdos me distrajeron de lo que ve�a: la cara de mi t�a Harriet en el agua, su
pelo ondul�ndose al paso de la corriente; la pobre Anne, una figura fl�ccida colgando de
una viga; Sally, con las manos apretadas de angustia por Katherine y de terror por si
misma; Sophie, condenada a una salvaje ca�da en el polvo, con una saeta clavada en la
nuca...
Cualquiera de estos cuadros hubiera podido ser el futuro de Petra...
Me sent� a su lado, y la rode� con un brazo.
Durante el discurso de la mujer de Tierra del Mar, Michael hab�a echado algunas
ojeadas al exterior, recorriendo casi ansiosamente con sus ojos la m�quina que
aguardaba en el claro. Cuando se detuvo nuestra amiga, �l continuó examinando la nave
a lo largo de un minuto o dos, luego suspiró y se volvió hacia nosotros. Pasó un rato
contemplando el suelo rocoso que hab�a a sus pies. Despu�s levantó la vista y pidió a mi
hermana:
- Petra, �crees que puedes comunicarte con Rachel para ayudarme a mi?
En su estilo acostumbrado, mi hermana trató de ponerse en contacto con Rachel.
- S� - replicó -, ah� est�. Quiere saber lo que ha ocurrido.
- Dila primero que, oiga lo que oiga, estamos todos vivos y perfectamente.
- Si - indicó Petra en seguida -. Contesta que lo comprende.
- Ahora deseo que le comuniques esto - continuó Michael -. Tiene que seguir siendo
valiente... y prudente. En poco tiempo, tres o cuatro d�as quiz�s, pasar� a recogerla.
�Quieres dec�rselo?
Mi hermana reprodujo en�rgicamente el mensaje, pero con absoluta fidelidad, y se
dispuso a recibir la respuesta. En su expresión apareció un ligero fruncimiento del
entrecejo.
- �Oh, querida! - exclamó algo disgustada -. Se ha puesto a llorar confundida. Esa chica
parece querer llorar mucho, y no veo el motivo. Sus pensamientos reservados no son
ahora desdichados, desde luego; es un especie de sollozo feliz. �No es absurdo?
Todos miramos a Michael, pero sin hacer ning�n comentario.
- Bueno - dijo �l a la defensiva -, vosotros dos est�is proscritos como los forajidos, as�
que no pod�is ir.
- Pero Michael... - empezó Rosalind.
- Ella est� muy sola - subrayó nuestro amigo -. �Dejar�as t� solo a David, o �l a ti?
No hubo respuesta.
- Pero t� has dicho �recogerla� - observó Rosalind.
- Y eso es lo que he querido indicar. Podr�amos permanecer en Waknuk por un tiempo,
esperando el momento en que nos descubrieran a nosotros o quiz�s a nuestros hijos... No
es una perspectiva halag�e�a...
Echó una mirada de desagrado a la cueva y al claro, antes de a�adir:
- O podr�amos venir a los Bordes..., lo que tampoco es halag�e�o. Rachel se merece el
mismo bienestar que cualquiera de nosotros. Entonces, como la m�quina no puede ir a
por ella, alguien tiene que ir a recogerla.
La mujer de Tierra del Mar se hab�a inclinado hacia adelante para observarle mejor. En
sus ojos hab�a simpat�a y admiración, pero movió la cabeza negativamente.
- Es una distancia enorme - le recordó -, aparte de que entre medias hay un territorio
espantoso e imposible de atravesar.
- Ya lo s� - convino -. Pero como el mundo es redondo, tiene que haber otro camino
para llegar all�.
- Seria muy dif�cil... - le advirtió -, y ciertamente peligroso.
- No m�s peligroso que quedarse en Waknuk. Adem�s, �cómo podr�amos estar all�
ahora, sabiendo que existe un lugar para gente igual a nosotros que, hay un sitio a donde
ir? El conocimiento hace que todo sea distinto. El conocimiento de que no somos unos
alucinados..., una serie de aberraciones perplejas que esperan salvar el pellejo. Es la
diferencia que existe entre intentar meramente seguir vivos y tener algo por lo que vivir.
La mujer de Tierra del Mar reflexionó unos minutos, luego alzó los ojos y mantuvo la
mirada fija en Michael.
- Cuando llegu�is hasta nosotros, Michael - le dijo -, tened la seguridad de que
contar�is con un lugar en nuestro pueblo.
La puerta se cerró con un ruido sordo. La m�quina empezó a vibrar y levantó una gran
polvareda a trav�s del claro. Por las ventanas vimos a Michael cerca del aparato,
resguard�ndose del viento, con las ropas agit�ndose. Hasta los aberrantes �rboles que
rodeaban el claro se estaban moviendo debajo de los hilos que les serv�an de mortaja.
El suelo tembló debajo de nosotros. Se produjo un peque�o balanceo antes de que
empez�ramos a ver la tierra cada vez m�s lejos a medida que adquir�amos velocidad en
dirección al cielo. En seguida nos estabilizamos y viramos hacia el sudoeste.
Petra estaba excitada y anunció con fuerza:
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