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nuestros, que el primer coche cubría la parte de atrás.
O'Marra estaba en el centro de la calle. Se dio impulso echándose atrás y tiró
una bomba al tejado del edificio de ladrillo. No explotó, O'Marra dio una patada
al aire, se acercó una mano a la garganta y se derrumbó cayendo al suelo boca
arriba.
Uno de los que iban con nosotros fue agujereado por una bala de las que
salían de una casa de madera vecina a la de ladrillo.
Reno gritó unas palabrotas desafiantes y dijo:
 Gordo, abrásalos.
El Gordo arrojó una bomba, que rebotó por encima de nuestro coche y le
alcanzó un brazo.
Nos pusimos de pie en la acera; intentamos librarnos de la lluvia de pólvora, y
comprobamos que la casa de madera estaba medio destruida y las llamas
mordían sus esquinas hendidas.
 ¿Nos queda todavía alguna?  dijo Reno, mientras oteaba el, por ahora,
tranquilo paisaje.
 Toma. Es la última  dijo el Gordo, dándosela.
Había fuego sobre las ventanas de arriba de la casa. Reno tomó la bomba que
le ofrecía el Gordo y dijo:
 Replegaos. No tardarán en salir.
Así lo hicimos.
Se oyó una voz desde dentro de la casa:
 ¡Reno!
Reno se escondió detrás del coche antes de decir:
 ¿Qué hay?
 Estamos acabados  dijo una voz espesa con un grito . Vamos a salir. No
hagáis fuego.
 ¿Quiénes sois?  preguntó.
 Soy Pete  dijo la voz . Sólo quedamos cuatro.
 Sal tú primero  exigió Reno , con las manos arriba, en la cabeza. Y los
otros también, uno a uno, detrás tuyo. Dejad pausas de medio minuto entre uno
y otro. Adelante.
Esperamos un rato, y vimos a Pete el Finlandés donde había estado la puerta
antes de la explosión, con las manos encima de su calva. A la luz del fuego de
la casa vecina vimos que tenia sangre en la cara y la ropa destrozada.
El contrabandista caminó sobre los cascotes y bajó de uno en uno los peldaños
hasta alcanzar la acera.
Reno le llamó sucio cobarde y le escupió cuatro balazos en la cara y en el
cuerpo.
Pete se desplomó. Alguien rió detrás mío.
Reno tiró la última bomba al interior de la casa.
Subimos a nuestro coche a trompicones. Reno se puso al volante. El motor no
se ponía en marcha. Había sucumbido en el tiroteo.
Reno tocó la bocina en tanto que los demás saltamos fuera.
El coche estacionado en la esquina se acercó a recogernos. Aproveché la
espera para examinar la calle iluminada por las antorchas de las dos casas.
Algunas caras se habían asomado a las ventanas tímidamente y si alguien
había en la calle sin duda estaba escondido. Oímos las campanas de los
coches de bomberos muy cerca.
Advertimos un pequeño desnivel en el terreno al pasar por encima de las
piernas de O'Marra y volvimos a casa. Pasamos por delante de la primera
manzana sin problemas aunque con cierta angustia. Continuamos insensibles a
cualquier emoción.
Una limosina con las ventanillas cubiertas nos salió al paso, se dirigió hacia
nosotros avanzando un trecho de media manzana, se puso paralelo al nuestro
y se paró. Salieron balas de su costado.
Otro automóvil más se acercó al anterior y entró en acción. Más disparos.
Intentábamos defendernos pero los teníamos tan cerca que se nos hacía muy
difícil. No es fácil acertar en el blanco con un hombre encima, otro cogido al
hombro y uno más disparando a una pulgada de distancia del oído.
El otro coche de los nuestros, que había estado haciendo guardia detrás de la
casa, vino y nos ayudó. Pero los enemigos ya tenían otros dos coches
apoyándoles. Al parecer, el asalto de Thaler a la cárcel había acabado, bien o
mal, y los muchachos de Pete que lo habían estado ayudando habían vuelto en
este inoportuno momento. Era una reunión encantadora. Me acerqué a Reno
pasando el cuerpo por encima de una pistola que estaba disparando y le grité:
 ¡Esto no puede seguir así! ¡Bajemos unos cuantos y rodeémosles desde la
calle! Estuvo de acuerdo y ordenó:
 ¡Que bajen algunos muchachos y continúen desde la acera!
Salté el primero, frente a un callejón en sombras.
El Gordo vino detrás. Una vez en mi puesto de combate protesté:
 ¡No me molestes! ¡Vete a otra parte! ¡Mira esa entrada de sótanos!
Se marchó al trote sin replicar, y al tercer paso cayó muerto.
Escudriñé el callejón.
Tenía unos veinte pies de largo y acababa en una alta valla de madera con una
puerta con candado.
Lo abrí con una lata que encontré en el suelo y llegué a un patio con suelo de
ladrillos. Salté una valla y encontré otro patio, y otro más, y en este último un
fox-terrier me ofreció sus mejores ladridos.
Le di una patada, salté la siguiente valla, me libré de una cuerda de las de
tender la ropa, atravesé dos patios, oí un grito desde una ventana, me tiraron [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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