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Barcos de amplio velamen, pero sin timón, no saben adivinar su propia
ruta: ignoran si irán a varar en una playa arenosa o a quedarse estrella-
dos contra un escollo.
Están en todas partes, aunque en vano buscaríamos uno solo que
se reconociera; si lo halláramos sería un original, por el simple hecho
de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuye alguna virtud,
cierto talento o un firme carácter? Muchos cerebros torpes se envane-
cen de su testarudez. confundiendo la parálisis con la firmeza, que es
don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desver-
güenza, equivocándolas con el ingenio; los serviles y los parapoco
pavonéanse de honestas, como si la incapacidad del mal pudiera en
caso alguno confundirse con la virtud.
Si hubiera de tenerse en cuenta la buena opinión que todos los
hombres tienen de sí mismos, sería imposible discurrir de los que se
caracterizan por la ausencia de personalidad. Todos creen tener una; y
muy suya. Ninguno advierte que la sociedad le ha sometido a esa ope-
ración aritmética que consiste en reducir muchas cantidades a un de-
nominador común: la mediocridad.
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El hombre mediocre donde los libros son gratis
Estudiemos, pues, a los enemigos de toda perfección, ciegos a los
astros. Existe una vastísima bibliografía acerca de los inferiores e insu-
ficientes desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota;
hay también una rica literatura consagrada a estudiar el genio y el ta-
lento, amén de que la historia y el arte convergen a mantener su culto.
Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el
idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre que nos rodea a milla-
res, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el
mediocre.
Toca al psicólogo disecar su mente con firme escalpelo, como a
los cadáveres el profesor eternizado por Rembrandt en la Lección de
anatomía: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mis-
mas de la naturaleza humana y sus labios palpitan de elocuencia serena
al decir su verdad a cuantos le rodean.
¿Por qué no tendemos al hombre sin ideales sobre nuestra mesa
de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para
qué sirve?
Su etopeya constituirá un capítulo básico de la psicología y de la
moral.
III. EN TORNO DEL HOMBRE MEDIOCRE
Con diversas denominaciones, y desde puntos de vista heterogé-
neos, se ha intentado algunas veces definir al hombre sin personalidad.
La filosofía, la estadística, la antropología, la psicología. la estética y la
moral han contribuido a la determinación de tipos más o menos exac-
tos; no se ha advertido, sin embargo, el valor esencialmente social de la
mediocridad. El hombre mediocre -como, en general, la personalidad
humana- sólo puede definirse en relación a la sociedad en que vive, y
por su función social.
Si pudiéramos medir los valores individuales, graduarían-, se
ellos en escala continua, de lo bajo a lo alto. Entre los tipos extremos y
escasos, observaríamos una masa abundante de sujetos, más o menos
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equivalentes, acumulados en los grados centrales de la serie. Vana
ilusión sería la de quien pretendiera buscar allí el hipotético arquetipo
de la humanidad, el Hombre normal que buscara ya Aristóteles; siglos
más tarde la peregrina ocurrencia reapareció en el torbellinesco espíritu
de Pascal. Medianía, en efecto, no es sinónimo de normalidad. El hom-
bre normal no existe; no puede existir. La humanidad, como todas las
especies vivientes, evoluciona sin cesar; sus cambios opéranse desi-
gualmente en numerosos agregados sociales, distintos entre sí. El hom-
bre normal en una sociedad no lo es en otra; el de ha mil años no lo
sería hoy, ni en el porvenir.
Morel se equivocaba, por olvidar eso, al concebirlo como un
ejemplar de la "edición princeps" de la Humanidad, lanzada a la circu-
lación por el Supremo Hacedor. Partiendo de esa premisa definía la
degeneración, en todas sus formas, como una divergencia patológica
del perfecto ejemplar originario. De eso al culto por el hombre primiti-
vo había un paso; alejáronse, felizmente, de tal prejuicio los antropólo-
gos contemporáneos. El hombre -decimos ahora- es un animal que
evoluciona en las más recientes edades geológicas del planeta; no fue
perfecto en su origen, ni consiste su perfección en volver a las formas
ancestrales, surgidas de la animalidad simiesca. De no creerlo así,
renovaríamos las divertidísimas leyendas del ángel caído, del árbol del
bien y del mal, de la tentadora serpiente, de la manzana aceptada por
Adán y del paraíso perdido...
Quételet pretendió formular una doctrina antropológica o social
acerca del Hombre medio: su ensayo es una inquisición estadística
complicada por inocentes aplicaciones del abusado in medio stat virtus.
No incurriremos en el yerro de admitir que los hombres mediocres
pueden reconocerse por atributos físicos o morales que representen un
término medio de los observados en la especie humana. En ese sentido
sería un producto abstracto, sin corresponder a ningún individuo de
existencia real.
El concepto de la normalidad humana sólo podría ser relativo a
determinado ambiente social; ¿serían normales los que mejor "marcan
el paso", los que se alinean con más exactitud en las filas de un con-
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vencionalismo social? En este sentido, hombre normal no sería sinó-
nimo .de hombre equilibrado, sino de Hombre domesticado; la pasivi-
dad no es un equilibrio, no es complicada resultante de energías, sino
su ausencia. ¿Cómo confundir a los grandes equilibrados, a Leonardo y [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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