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que consideraba como propia. Alterábanse sus duras entrañas de pere-
zoso que ve resuelto para siempre el problema de la existencia, y su
egoísmo se preguntaba si era prudente comprometer la buena fortuna de
su vida por conservar un ser pequeño y feo, igual a todos los recién naci-
dos, que no le causaba la más leve emoción.
Porque él desapareciese nada malo ocurriría a los padres; y si él vivía,
tendrían que regalar a gentes odiadas la mitad del pan que se llevaban a
la boca. Tonet, confundiendo la crueldad y el valor con esa ceguera
propia de los criminales, se reprochaba su indecisión, que le tenía como
clavado en la popa de la barca, dejando pasar el tiempo.
La oscuridad era cada vez más tenue. Se adivinaba la proximidad del
día. Sobre el cielo gris del amanecer pasaban, como resbaladizas gotas
de tinta, algunos grupos de aves. Lejos, por la parte del Saler, sonaban
los primeros escopetazos. El pequeñuelo comenzó a llorar, martirizado
por el hambre y el frío de la mañana.
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Vicente Blasco Ibáñez
-Cubano...!, eres tú?
Tonet creyó oír este llamamiento desde una barca lejana.
El miedo a ser reconocido le hizo ponerse de pie, empuñando la per-
cha. En sus ojos lucía una punta de fuego, semejante a la que ilumina-
ba algunas veces la verde mirada de Neleta.
Lanzó su barquito por dentro de los carrizales, siguiendo los tortuosos
callejones de agua abiertos entre las cañas. Iba a la ventura, pasando de
una mata a otra, sin saber ciertamente dónde se encontraba, redoblan-
do sus esfuerzos como si alguien le persiguiese. La proa del barquito sep-
araba los carrizos, rompiéndolos. Se abrían las altas hierbas para dar
paso a la embarcación, y los locos impulsos de la percha la hacían
deslizarse por sitios casi en seco, sobre las apretadas raíces de las cañas,
que formaban espesas madejas.
Huía sin saber de quién, como si sus criminales pensamientos bogasen
a su espalda persiguiéndolo. Se inclinó varias veces sobre el barquito,
tendiendo una mano a aquel envoltorio de trapos del que salían furiosos
chillidos, y la retiró inmediatamente. Pero al enredarse la barca en unas
raíces, el miserable, como si quisiera aligerar la embarcación de un las-
tre inmenso, cogió el envoltorio y lo arrojó con fuerza, por encima de su
cabeza, más allá de los carrizos que le rodeaban.
El paquete desapareció entre el crujido de las cañas. Los harapos se
agitaron un instante en la penumbra del amanecer, como las alas de un
pájaro blanco que cayese muerto en la misteriosa profundidad del car-
rizal.
Otra vez sintió el miserable la necesidad de huir, como si alguien fuese
a sus alcances. Perchó como un desesperado a través del carrizal, hasta
encontrar una vena de agua; la siguió en todas sus tortuosidades entre
las altas matas, y al salir a la Albufera, con el barquito libre de todo peso,
respiró, contemplando la faja azulada del amanecer.
Después se tendió en el fondo de la embarcación y durmió con sueño
profundo y anonadador: el sueño de muerte que sobreviene tras las
grandes crisis nerviosas y surge casi siempre a continuación de un
crimen.
IX
El día comenzó con grandes contrariedades para el cazador confiado a
la pericia de Sangonera.
Antes de amanecer, al clavar el puesto, el prudente burgués tuvo que
implorar el auxilio de algunos barqueros, que rieron mucho viendo el
nuevo oficio del vagabundo.
Con la presteza de la costumbre, clavaron tres estacas en el fondo fan-
goso de la Albufera y colocaron, apoyado en ellas, el enorme tanque que
habla de servir de refugio al cazador. Después rodearon de cañas el
puesto, para engañar a las aves y que se acercaran confiadas, creyendo
que era un pedazo de carrizal en medio del agua. Para ayudar a este
engaño, en torno del puesto flotaban los bots: unas cuantas docenas de
patos y fúlicas esculpidos en corcho, que, con las ondulaciones del lago,
movíanse a flor de agua. De lejos causaban la impresión de una manada
de pájaros nadando tranquilamente cerca de las cañas.
Sangonera, satisfecho de haberse librado de todo trabajo, invitó al amo
a ocupar el puesto. Él se alejaría en el barquito a cierta distancia para
no espantar la caza, y cuando llevase muertas varias fálicas, no tenía
más que gritar, e iría a recogerlas sobre el agua.
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